La
viruela artificial
Si
no hubiera sido porque ese día tenía forzosamente que acompañar al Cementerio
General los restos de mi pobre amigo Pérez, habría ido derecho a vacunarme.
Tal
era el horror que me inspiraba la viruela…
Desgraciadamente,
el hombre propone y Dios dispone… No tuve más que formar parte del fúnebre
cortejo.
Cobijado
bajo la sombra de un ciprés en la soleada y alegre morada de los muertos -que
ya se quisieran para sí muchos vivos,- pregunté, con rostro compungido, a un
amigo, la causa precisa de la muerte de Pérez, nuestro inolvidable compañero de
colegio, que en ese instante entraba gravemente, con los pies hacia adelante,
al fresco nicho que el afecto de los suyos le había deparado.
– ¡Murió de viruela! –
me dijo suspirando.
– ¿De viruela? Pero
si Pérez era un hombre aseado, aprensivo e higiénico hasta la exageración…
– Sí, sí; pero
desmemoriado…
– Y ¿qué tiene que
ver la memoria con la viruela?
¡Ahí tienes tú! Muchísimo.
– ¿Se olvidó de
vacunarse?
–
No, hombre; ¡todo lo contrario!
–
No comprendo una palabra…
–
Es que Pérez se vacunó demasiado…
–
¡Explícate, por Dios, hombre!
–
Déjame hacerlo. Tus interrupciones son las que me lo impiden. Pérez, el pobre
Ratón Pérez, como le decíamos en clase, era un hombre olvidadizo. Tú recordarás
que nunca se pudo aprender la lista de los patriarcas anteriores al diluvio.
Pues bien, comenzó la epidemia de viruela, y Pérez corrió, el primero a
vacunarse. Todavía no existía la costumbre de dar certificado de vacuna. La
medida se dictó un día después, y para obtener ese pasaporte indispensable, se
vacunó en el otro brazo. Pero perdió el certificado. Esa mañana tuvo que ir a
la Bolsa de Comercio; se lo exigieron, y ahí tienes tú, que Pérez, para obviar
dificultades, optó por vacunarse por tercera vez. La suerte lo protegió. Ganó
unos quinientos pesos, en un “relaucheo” afortunado, y, antes de esperar
la mala, se fue a emplear el fruto de sus esfuerzos donde Gath y Chaves*.
Cuando, al entrar, buscó el certificado en todos los bolsillos, no lo encontró
en ninguna parte. No era cosa, sin embargo, de dejar de comprar zapatos por una
inoculación más o menos… Además, ya sabes, el Ratón Pérez era un hombre
profundamente sensible a la belleza femenina, y allí, para colmo de desdichas,
estaba vacunando una señorita de la Cruz Roja de Mujeres, capaz de convencer
con sus ojos, de la utilidad de la vacuna, hasta al propio Director de Sanidad.
Pérez
entregó sus doloridos bíceps en manos de la bella, y aceptó, con deliciosa
voluptuosidad, los dos nuevos lancetazos.
Ni
siquiera pidió certificado. ¡Cómo lo iban a vacunar más en el día! Pero la
suerte no lo acompañaba ya como en la Bolsa y, al salir, dos militares, con sus
correspondientes placas y lancetas, le pidieron la comprobación documental de
su inmunidad.
Enemigo,
por principios, de toda discusión, Pérez se levantó uno de los pantalones y
puso en las aguerridas manos del representante del ejército sus débiles
pantorrillas.
–
¡Vamos!
¡Lo que abunda no daña! -se dijo- y recibió el certificado.
Debió
calcular mal, sin embargo, el sitio del bolsillo, porque en la tarde, al querer
penetrar a la estación para tomar el tren a San Bernardo, no tuvo medios de
convencer en forma satisfactoria a la autoridad cuando le dijo, por boca de uno
de uno de sus más enérgicos y porfiados representantes:
-Usted
no puede entrar. ¡Muestre su certificado de vacuna!
–
¡Pero si ya me he vacunado diez veces en el día…!
– ¡Enseñe
su certificado…!
– Señor:
¡créame usted! ¡Yo soy un hombre de honor!
–
¡Véame los brazos y las pernas! ¡Por favor, que el tren va a partir…!
-Aquí
no hay piernas ni brazos que valgan. Esas magulladuras son picadas de chinches…
Usted, más que nadie, necesita, por eso, vacunarse.
Pérez
miró con desesperación el reloj. Faltaban cinco minutos para la partida.
– ¡Vacúneme
usted, si no me cree! -exclamó en un arranque de desesperación.
Los
sanitarios pinchazos de la autoridad no se hicieron esperar, y Pérez alcanzó el
tren cuando el convoy iba ya en marcha.
Esto
fue el jueves. Dos o tres días después, Pérez estaba con una fiebre horrible;
sus cuartos delanteros y traseros desaparecían bajo un montón de granos.
-Se
trata de una viruela confluente -dijeron los facultativos.
Pérez
calló. No tenía valor de hablar. ¿Qué habría sacado, además, con decir que
todos esos granos correspondían a otras tantas vacunas?
Después…
después… ¡para qué hablamos! -dijo mi amigo, enjugándose los ojos- …no hubo
remedio posible… Ni siquiera se ha respetado su honor de hombre civilizado,
higiénico y precavido. Los médicos señalan su ejemplo como un caso inaudito de
testarudez y pertinacia.
Cada
vez que en una familia de Santiago se habla de la necesidad de someterse a los
dictados del Código Sanitario, no falta un facultativo que diga en tono
dogmático:
-La
vacuna es absolutamente necesaria. ¡Ya ven ustedes lo que le pasó al señor
Pérez, por no querer vacunarse!
-Entere
suspiros y sollozos contenidos abandonamos la morada de los muertos.
–
¡Y yo que tengo que ir a vacunarme! – dije por fin mi amigo, en los momentos de
subir juntos al coche.
–
¿A vacunarte? ¿No te basta con el caso de Pérez?
–
Pero ¿qué hago? ¡El certificado me lo exigen en todas partes!
–
¡Bah, qué torpe eres! ¡Ahí, precisamente al lado de la Estación Mapocho, un
industrial ingenioso vende certificados al portador por dos pesos!
Todavía,
el pensamiento de la viruela artificial me horrorizaba.
Detuve
el coche, y compré un certificado.
Jenaro Prieto: “Pluma en ristre”, 1ª Edición,
Imprenta Chile. Santiago – 1925